martes, 21 de abril de 2009

Lo que está en juego [Carlos Domínguez]

Hablar de accesos a las playas, de la fachada más o menos imaginativa de un vecino, de la idoneidad del trazado de cierta carretera o de la necesidad de renovar la oferta alojativa de las zonas turísticas es hablar, siempre, de paisaje. Esta cuestión está presente en nuestra cotidianeidad, aun cuando no se celebren bienales a las que se dedica ingentes cantidades de tiempo, esfuerzo y dinero.

Consciente o inconscientemente, la ciudadanía dedica gran atención al paisaje; incluso cuando en ocasiones se hace necesario mirar para otro lado o contar a un hijo que en ese mismo lugar, hace no tanto tiempo, había una ignota cala, una ladera de picón con sus vinagreras o un valioso edificio del siglo XVI que quedó fuera del nuevo catálogo BIC y que fue demolido de la noche a la mañana.

Canarias vive del paisaje y vive su paisaje. Dada la importancia de lo que está en juego, la cuestión es: ¿sabe acaso la mayoría de la población del Archipiélago que se está celebrando la II Bienal de Canarias, Arquitectura, Arte y Paisaje? Y, de saberlo, ¿la sigue con interés?

En caso de que la respuesta fuera negativa, habría que hacerse entonces otra pregunta: ¿tienen los canarios posibilidad de influir sustancialmente en las decisiones administrativas que se adoptan en materia paisajística? En consecuencia, ¿les merece la pena preocuparse por lo que planteen en este encuentro expertos de medio mundo en arquitectura, arte y paisaje, más allá de ampliar el argumentario para debates privados de barra y sofá?

Los 45.000 canarios que firmaron la iniciativa legislativa popular que pretendía poner freno a la construcción de nuevas camas turísticas, propuesta que fue rechazada sin debate previo en el Parlamento autonómico, saben bien del caso que se le hace en las altas instancias a las veleidades paisajísticas del ciudadano de a pie.

Valedores. Los 40.000 o 50.000 canarios que toman las calles para protestar contra la construcción de un puerto en Granadilla, una zona protegida por su alto valor ecológico -y sorprendentemente desprotegida exactamente en el lugar en el que se quiere emprender dicho proyecto- también saben bien de lo muy en serio que se toman los valedores oficiales del paisaje insular las pulsiones de sus administrados.

El caso de Tindaya es sintomático, pero no único. Lo que empezó como una propuesta de recuperación de un espacio natural condenado a la extracción de áridos para transformarlo en un activo cultural de primer orden ha ido derivando, primero, en proyecto; luego, en escándalo y, finalmente, en caso. Pobre involución semántica para la idea que pergeñara uno de los grandes escultores de nuestro tiempo.

Con estos y otros muchos precedentes, parece apropiado plantearse hasta qué punto cualquier debate paisajístico que se emprenda en las Islas, como esta II Bienal de Canarias, Arquitectura, Arte y Paisaje resulta de utilidad para quienes la costean. Al menos, mientras no se solvente el conflicto que existe entre el interés general y la suma de intereses particulares que dominan lo que nos encontramos cuando se apagan los micrófonos de las muy sesudas mesas redondas y ya no despachan más copas en las inauguraciones.